Lo que creemos sobre la Iglesia
Una serie sobre la Declaración de Verdades Fundamentales de AD
Hace poco leí un artículo sobre los cadáveres en Los Ángeles que no son reclamados por sus seres queridos.
Al cabo de tres años, esos restos son enviados a un crematorio del cementerio del condado de Los Ángeles, que ha incinerado más de 100,000 cadáveres no reclamados desde 1896.
El artículo señalaba que el número anual de personas no reclamadas se ha duplicado desde los años setenta. Cada vez más personas mueren solas, sin seres queridos que las entierren.
Esta noción de no ser reclamado contrasta con la promesa de la Iglesia, donde todos pertenecen a la comunidad, incluso en la muerte.
Desde las catacumbas romanas hasta los cementerios estadounidenses que rodean las iglesias, los cristianos han enterrado juntos a sus muertos durante siglos. Los fieles de esas comunidades en vida permanecen unidos en la muerte. Estas iglesias comprendieron que, cuando sonara la trompeta, resucitarían todos juntos, por lo que permanecieron unidas. Nadie quedaría sin ser reclamado.
Si Dios te ha reclamado para Jesús, la iglesia te reclama como familia.
En las Escrituras
Traducimos «iglesia» del griego ekklesia, que significa «asamblea» o «reunión».
Los griegos utilizaban esta palabra para designar las asambleas políticas, en las que los ciudadanos eran «llamados» (ek kaleo) o convocados a votar sobre decisiones que afectaban a sus ciudades.
En Hechos 19, una multitud pagana, agitada por los fabricantes de ídolos, se reúne en Éfeso para acusar a Pablo de difamar a su diosa. El alcalde de la ciudad pone orden advirtiéndoles que su reunión no es una ekklesia legal y planteando la posibilidad de acusarlos de generar disturbios (versículos 39–40; NTV).
Una ekklesia se reunía con un propósito bajo la autoridad pertinente; de lo contrario, no era más que una turba.
En el Nuevo Testamento, este término describe comúnmente a una reunión de seguidores de Cristo bajo la autoridad de Jesús.
Los cristianos pueden haber tomado la palabra de la Septuaginta o Antiguo Testamento griego, donde ekklesia traducía el hebreo qahal para la asamblea de Israel. La otra palabra griega para qahal era «sinagoga», que ya describía las reuniones locales judías.
La Iglesia se reúne por voluntad de Dios. No se reúne por sí misma. La Iglesia no tiene por objetivo seguir personalidades, establecer vínculos sociales, ni siquiera mantener la tradición. Dios convoca a la Iglesia para Sus propósitos divinos (1 Corintios 1:2).
Más de la mitad de las menciones de ekklesia aparecen en las epístolas de Pablo. Pablo utiliza constantemente ekklesia para nombrar la reunión local de cristianos en un lugar concreto.
Cuando escribe a los cristianos que se reúnen en más de un lugar dentro de la misma zona geográfica, Pablo pluraliza la palabra (1 Corintios 16:19; Gálatas 1:2,22).
A veces Pablo se dirige de forma individual a cada iglesia en función de la casa donde se reúnen (Romanos 16:5; Colosenses 4:15).
Pablo también emplea la palabra «iglesia» para indicar un Cuerpo de creyentes en torno a su relación con Jesús (Efesios 1:22–23; Colosenses 1:18).
Por tanto, la Iglesia existe como una comunidad en Cristo desde el punto de vista del cielo, pero en la tierra solo podemos encontrar esa comunidad en una asamblea local de creyentes.
Si, como en el día de Pentecostés en Jerusalén, existiera una sola asamblea de creyentes en la tierra, esa confluencia bastaría para representar la realidad celestial de una sola comunidad en Cristo.
Todos los que están en Cristo pertenecen a la misma Iglesia, aunque se reúnan físicamente en lugares diferentes. Y cada iglesia local debe ser suficiente para representar nuestra realidad celestial compartida en Cristo.
En Mateo 28:19–20, Jesús dio a la Iglesia una misión: «Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñen a los nuevos discípulos a obedecer todos los mandatos que les he dado» (NTV).
A medida que los creyentes se trasladaban de Jerusalén a otros lugares, el Evangelio se extendía y la Iglesia hacía nuevos discípulos (Hechos 11:19–21).
La misión de Cristo incluye el proceso de maduración de los creyentes. Cuando los cristianos se reúnen, Dios los llama a actuar de tal manera que edifiquen a toda la comunidad (1 Corintios 14:26).
La madurez cristiana significa actuar como Cristo, quien vivió fiel y sacrificialmente por nosotros.
A lo largo del Nuevo Testamento, los seguidores de Cristo fueron llamados al mismo estilo de vida y actitud (Mateo 16:24; Juan 15:12–13; Filipenses 2:1–11; 1 Pedro 2:21–23).
Jesús oró por la unidad de todos los creyentes «para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17:21, NTV).
Una Iglesia unida hace creíble el Evangelio. A medida que las congregaciones predican la reconciliación con Dios, también deben demostrar la reconciliación de unos con otros (2 Corintios 5:20; 6:11–13).
La Iglesia no tiene por objetivo seguir personalidades, establecer vínculos sociales, ni siquiera mantener la tradición. Dios convoca a la Iglesia para Sus propósitos divinos
(1 Corintios 1:2).
Jesús encomendó a sus seguidores que hicieran discípulos de todas las naciones, se edificaran mutuamente en comunidad y vivieran en unidad para que otros creyeran en Él.
Cuando Jesús llama, también empodera. Él prometió enviar el Espíritu para dar testimonio del Evangelio junto a ellos (Juan 15:26–27).
Desde la diestra de Dios, Jesús derramó su Espíritu en Pentecostés, habilitando a todos los creyentes para dar testimonio de Él (Hechos 1:8; 2:33).
El empoderamiento en sí mismo es testimonio de que Jesús es el Señor (Hechos 2:33). El bautismo en el Espíritu actúa como evidencia y habilitación para ese mensaje.
Los creyentes participan en la obra del Espíritu Santo, que gobierna, guía y da dones a la Iglesia para que cumpla su propósito en Cristo.
El Espíritu Santo revela a Jesús; asegura a los creyentes la salvación; proporciona dirección mediante las profecías, el discernimiento y la reflexión; y distribuye dones para la edificación del Cuerpo (Hechos 11:28–29; 15:28; 1 Corintios 12:4; 14:29; 2 Corintios 1:22; 5:5; Efesios 1:13–14). Cada iglesia local, por tanto, se convierte en una comunidad del Espíritu.
Una congregación que comparte en el Espíritu también ejerce los dones del Espíritu. La iglesia local sigue siendo el lugar principal y la ocasión para esto.
Sin una reunión física, los creyentes tienen pocas posibilidades de compartir el ministerio. Y sin la edificación mutua de los creyentes mediante el ejercicio de los dones espirituales, hay menos potencial para el crecimiento espiritual.
Cuando una iglesia se reúne, cada miembro puede ejercer sus dones espirituales para el bien común (1 Corintios 14:26).
El ministerio pertenece a toda la congregación, que está llamada a realizar buenas obras al servicio de los demás (Efesios 2:10). Esto incluye el llamado a la evangelización y al discipulado (Mateo 28:19–20), a la adoración (Colosenses 3:16) y a la compasión (Gálatas 2:10).
Al mismo tiempo, Dios provee ministerios y ministros para guiar a la iglesia en su misión más importante.
Pablo identifica cinco de estos ministros como dones de Cristo: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (Efesios 4:11).
El sentido de este pasaje, sin embargo, no es identificar una lista exhaustiva de ministros, sino destacar su propósito colectivo: «preparar al pueblo de Dios para que lleve a cabo la obra de Dios y edifique la Iglesia … hasta que todos alcancemos tal unidad en nuestra fe y conocimiento del Hijo de Dios que seamos maduros en el Señor» (versículos 12–13, NTV).
Jesús da ministros a la iglesia para guiar y preparar a la congregación para su propio ministerio, madurez y unidad en la fe. Uno puede medir la salud espiritual de una iglesia y su liderazgo por el crecimiento de la congregación en el ministerio, la madurez y la unidad.
En las epístolas pastorales, Pablo también identifica otros tres tipos de líderes ministeriales: supervisores, ancianos y diáconos.
Los supervisores u «obispos» fungían en la cultura griega como tesoreros de las comunidades, gestionando los recursos colectivos. Los ancianos o «presbíteros» eran reconocidos por su madurez en la fe. Los diáconos o «ministros» podían ser personas con distintas responsabilidades.
Con el tiempo, estas palabras llegaron a describir una jerarquía ministerial en la Iglesia.
En la historia
La Iglesia pasó por un periodo de institucionalización al principio de su historia. A finales del siglo II, cada iglesia estaba liderada por un obispo que supervisaba a varios presbíteros o sacerdotes y diáconos.
En Occidente, emergió una jerarquía entre los propios obispos, con el obispo de Roma reclamando el lugar más alto.
La Reforma protestante rechazó la autoridad papal y, en algunos casos, incluso el cargo de obispo en lugar de los presbíteros y las congregaciones. En muchas iglesias protestantes, el ministro principal no tenía más título que el de pastor, y los diáconos y los ancianos servían en alguna capacidad.
Sin embargo, los reformadores continuaron limitando las funciones de liderazgo a los hombres.
El Nuevo Testamento da testimonio de mujeres y hombres que desempeñan diversas funciones, como apóstol (Junias y Pedro); profeta (las hijas de Felipe y Agabo); evangelista (Síntique y Felipe); maestro (Aquila y Priscila); y diácono (Febe y Esteban).
También se mencionan pastores y supervisores u obispos, aunque nunca se nombra a ninguna persona en relación con esas responsabilidades. Algunas mujeres, como Lidia, sirvieron como patrocinadoras de iglesias en los hogares.
Algunos historiadores han argumentado que el liderazgo de las mujeres en la Iglesia se vio afectado por el hecho de que el mundo grecorromano relegara las responsabilidades femeninas al hogar. A finales del siglo II, cuando las reuniones de adoración se trasladaron de los hogares a los espacios públicos, solo los hombres ocupaban puestos de liderazgo eclesiástico.
Esta distinción entre hombres y mujeres en las funciones ministeriales también reflejaba un menor énfasis en los dones espirituales de cada creyente. Con el tiempo, la idea de los dones espirituales se aplicó solo a quienes desempeñaban cargos ministeriales. El término «laico» describía a todos los demás, cuya función principal era recibir dones espirituales de los clérigos.
A lo largo de la historia de la Iglesia, distintos grupos han cuestionado esta interpretación limitada de los dones espirituales. Los montanistas en la Iglesia primitiva, los jansenistas en el catolicismo romano, los molocanos en la ortodoxia oriental y los irvingitas [seguidores de Edward Irving] en el protestantismo defendieron una concepción del ministerio de todos los creyentes, incluidas las mujeres, en el ejercicio de los dones espirituales.
Sin embargo, no fue hasta el impacto del movimiento pentecostal durante el siglo XX que las expectativas respecto a los dones espirituales cambiaron en las múltiples tradiciones cristianas.
Los pentecostales entienden que la Iglesia es responsabilidad de todos los creyentes. Si todo creyente puede recibir el bautismo en el Espíritu y ejercer los dones espirituales, todos son responsables de la misión y la adoración de la Iglesia.
Puesto que cada creyente pertenece al Espíritu, la Iglesia pertenece a cada creyente.
Además de la pregunta de quién es responsable del ministerio, ha habido un importante debate histórico sobre las características y la misión de la Iglesia, es decir, qué es y qué hace.
Una iglesia apostólica proclama la Palabra de Dios por el poder del Espíritu a través de la comunidad del pueblo de Dios.
La declaración de fe más compartida en el cristianismo histórico es el Credo de Nicea. Este credo presenta a la Iglesia como un cuerpo: «una, santa, católica y apostólica». Juntos, estos cuatro adjetivos constituyen las «marcas de la Iglesia» o rasgos identificativos.
«Una» se refiere a la unidad celestial de la Iglesia como un solo pueblo de Dios al que pertenece todo cristiano.
La Iglesia puede ser llamada «santa» porque Dios apartó a esa comunidad para que viviera por su Espíritu en conformidad a Cristo.
«Católica» no se refiere a la Iglesia Católica Romana, sino a la naturaleza «universal» de la Iglesia como una misma comunidad, independientemente del tiempo o del espacio. La Iglesia que se reunía en los hogares durante el primer siglo es la misma que se reúne en estadios, santuarios y clandestinamente en todo el planeta hoy en día.
Finalmente, la Iglesia es apostólica, como la comunidad que los apóstoles o representantes de Jesús nos legaron.
Para los católicos romanos, esto significaba que cada iglesia reconocía la autoridad de los obispos, heredada de los apóstoles. Para los protestantes, cada iglesia demostraba su carácter apostólico al proclamar el mismo mensaje evangélico que predicaron los apóstoles.
Los protestantes también añadieron marcas para la iglesia local: predicar el evangelio, administrar las ordenanzas del bautismo en agua y la Santa Cena, y ejercer la disciplina de la Iglesia. Las tres se relacionan con el llamado de la Iglesia a hacer discípulos.
Para los pentecostales, el carácter apostólico no solo se trata de la política y predicación correctas, sino también de la presencia activa del Espíritu. Una iglesia basada en una política tradicional sin la Palabra de Dios carece de mensaje y misión. Una iglesia basada en la Palabra sin el Espíritu no se multiplicará.
Una iglesia apostólica proclama la Palabra de Dios por el poder del Espíritu a través de la comunidad del pueblo de Dios. Esto es lo que toda iglesia pentecostal aspira a ser.
En las Asambleas de Dios
Los artículos 10 y 11 de la Declaración de Verdades Fundamentales de las Asambleas de Dios enmarcan la misión de la Iglesia en términos de cuatro propósitos: evangelización, adoración, discipulado y compasión.
Estos son los propósitos de Dios para la humanidad. Él quiere ver a las personas salvas, atendidas en sus necesidades y moldeadas a la imagen de Cristo, glorificándolo con su adoración y sus vidas.
La Iglesia es el agente de Dios para cumplir este propósito cuádruple.
Las iglesias trabajan juntas para evangelizar el mundo, tanto a nivel local como a través del apoyo a las misiones globales.
La fundación de la Fraternidad se realizó expresamente con el propósito de cooperar en la evangelización mundial. Hasta el día de hoy, las AD elaboran estrategias y comparten recursos financieros y obreros para difundir el evangelio.
Cada iglesia actúa como una reunión de creyentes que glorifican a Dios a través de la adoración.
La adoración no solo describe la música, sino todo lo que los cristianos hacemos cuando nos reunimos en Cristo, como cantar, testificar, predicar, orar, dar y participar en la comunión. Dado que todos son elementos de la adoración, debemos realizar cada uno de una manera que glorifique a Dios.
Además, la adoración incluye el ejercicio de los dones espirituales, como lo deja claro 1 Corintios 14:22–26.
Cada iglesia trabaja para discipular, edificar y fortalecer a los creyentes para que se conviertan en quienes Dios los está llamando a ser.
El llamado de la Iglesia es hacer discípulos, no solo conversos. El discipulado significa seguir a Jesús en su enseñanza y ejemplo.
Si bien podemos trabajar individualmente para llegar a ser como Jesús, Dios quiere que la iglesia local sirva como un medio por el cual el Espíritu Santo nos forme a la imagen de Cristo.
Cada congregación sirve al mundo demostrando el amor de Dios mediante actos tangibles de compasión. Para representar a Dios ante el mundo, debemos satisfacer las necesidades de las personas, tanto físicas como espirituales (Santiago 1:27).
El servicio es parte de nuestro testimonio. Cuando las personas creen en lo que hacemos, estarán más dispuestas a escuchar lo que creemos. La evangelización ofrece proposiciones sobre Jesús, mientras que la compasión ilustra a Jesús.
La iglesia local existe para la gloria de Dios, el bien del mundo que Dios ama y el crecimiento de los creyentes a la imagen de Cristo.
Dios tiene la intención de llevar a cabo Su voluntad a través de la Iglesia. Por lo tanto, los propósitos de la Iglesia reflejan Sus prioridades.
Somos la comunidad a través de la cual Dios proclama y cumple su deseo de evangelización, adoración, discipulado y compasión.
Para aclarar lo que dice el Artículo 10, no son solo las Asambleas de Dios las que cumplen este cuádruple propósito divino. La Iglesia en su conjunto cumple la voluntad de Dios para la humanidad. Pero en esa misión compartida, las Asambleas de Dios desempeñan un papel especial.
Según el Artículo 10: «Las Asambleas de Dios existen expresamente para dar continuo énfasis a esta razón de ser según el modelo apostólico del Nuevo Testamento, enseñando a los creyentes y alentándolos a que sean bautizados en el Espíritu Santo».
Los creyentes llenos del Espíritu pueden trabajar con señales y prodigios en la evangelización, ejercitar el lenguaje de oración y los cánticos espirituales en la adoración, y utilizar los dones espirituales en el discipulado y la compasión.
Si bien toda iglesia puede llevar a cabo esta cuádruple misión, una iglesia llena del Espíritu puede hacerlo en el poder del Espíritu. Las AD dan testimonio de este poder al resto de la Iglesia, así como la Iglesia da testimonio de salvación al mundo.
La declaración original de la Verdad Fundamental sobre la Iglesia se titulaba «La Iglesia, un organismo vivo». Incluía las mismas tres imágenes bíblicas que la versión actual: «el cuerpo de Cristo» (Efesios 1:22–23); «la morada de Dios por medio del Espíritu» (Efesios 2:22); y «la iglesia de los primogénitos… inscritos en los cielos» (Hebreos 12:23).
La fidelidad para reflejar a Jesús y guiar a la iglesia hacia la salud espiritual en su cuádruple propósito es la medida del éxito del ministerio.
En conjunto, estas imágenes representan a la Iglesia como el lugar donde se encuentra a Dios a través del Espíritu, Jesús está trabajando a través de su cuerpo y nuestro destino ya está establecido en el primogénito / [o] como «la iglesia de los primogénitos» de Dios.
En la versión original, el término «organismo vivo» cuestionaba cualquier idea de que la Iglesia fuera una organización institucional. Desde el principio, los fundadores de las AD se resistieron a la idea de la institucionalización por temor a que una estructura excesiva eventualmente reemplazara la confianza en el Espíritu de Dios.
Las Asambleas de Dios se reconocen a sí mismas como una comunidad de iglesias, que respetan la autonomía de las iglesias locales y que gobiernan mediante la selección de presbíteros.
Cada reunión local de creyentes debe ser un cuerpo de Cristo plenamente dotado, donde cada miembro pueda ejercitar los dones espirituales para la edificación de toda la comunidad.
Al mismo tiempo, Cristo ha otorgado dones de liderazgo para guiar y supervisar a la Iglesia en su misión. Respetar los dones espirituales implica reconocer los del liderazgo de la iglesia.
El artículo 11 defiende el liderazgo de la iglesia como un «un ministerio que constituye un llamamiento divino y ordenado» que ha sido provisto por nuestro Señor para guiar a la iglesia en su cuádruple misión.
Dios llama a todos los creyentes a utilizar sus dones en el ministerio, incluyendo algunos para un servicio exclusivo en el liderazgo de la iglesia (Romanos 1:1).
Las Asambleas de Dios reconocen el llamado de Dios y las credenciales de los ministros como una señal de su confiabilidad para liderar las comunidades de las Asambleas de Dios espiritual, ética y doctrinalmente, conforme a una norma establecida de educación ministerial.
La fidelidad para reflejar a Jesús y guiar a la iglesia hacia la salud espiritual en su cuádruple propósito es la medida del éxito del ministerio.
Práctica pastoral
En poco más de un siglo, el testimonio pentecostal ha expandido las misiones globales, ha creado una expectativa de dones espirituales entre otras iglesias y ha dado forma a la adoración cristiana en todo el mundo.
Las iglesias locales dan testimonio de la verdad del evangelio. Una iglesia pentecostal también da testimonio de la realidad del Espíritu de Dios.
Como líderes de las comunidades pentecostales, nunca debemos comprometer este testimonio único. Dios no espera que una iglesia evangelice, adore, forme discípulos ni sirva con compasión separada de la guía y el poder de Su Espíritu.
Debemos continuar predicando que el Espíritu Santo es para cada creyente. Como dice Hechos 2:39: «Esta promesa es para ustedes, para sus hijos y para los que están lejos, es decir, para todos los que han sido llamados por el Señor nuestro Dios» (NTV).
Además, debemos seguir enseñando y fomentando el ejercicio de los dones espirituales en nuestras comunidades. Si bien esto puede variar según factores como la ubicación y el tamaño de la congregación, no debemos eliminarlos por completo.
Debemos crear un espacio para que todos puedan ejercitar sus dones. De lo contrario, perpetuamos la falsa idea de que los dones pertenecen solo a unos pocos.
Los pastores pueden ayudar a las personas a descubrir sus dones espirituales enseñándoles sobre ellos, modelando su uso y ofreciendo orientación práctica durante los servicios.
Cuando corregimos el mal uso de un don, el objetivo no debe ser cerrar a alguien, sino ayudar a esa persona a crecer y aprender a usar los dones espirituales de manera más apropiada.
El apoyo a las mujeres en puestos de liderazgo también refleja nuestra convicción de un cuerpo de Cristo plenamente dotado. Desde sus inicios, el movimiento pentecostal ha dado testimonio del llamado de hijos e hijas a profetizar mientras Dios derrama Su Espíritu (Joel 2:28; Hechos 2:17).
El éxito histórico de las iglesias pentecostales en evangelismo, misiones, plantación de iglesias y liderazgo ha dependido de las fieles contribuciones de mujeres como Maria Woodworth-Etter, Carrie Judd Montgomery, Lillian Trasher, Rachel Sizelove, Marie Burgess Brown, Lilian B. Yeomans, Alice Reynolds Flower, Hattie Hammond, Alice Wood, Huldah Buntain, Beth Grant, Jeanne Mayo y Donna Barrett.
Sin los dones de las mujeres en todas las áreas del ministerio, la Iglesia opera con menos poder del que Dios quiere.
El Artículo 10 reconoce que las Asambleas de Dios forman parte de la Iglesia en su conjunto. Pertenecemos, como una sola comunidad de iglesias, a la Iglesia universal junto con nuestros demás hermanos y hermanas en Cristo.
No creemos ser la única iglesia, la única iglesia verdadera, ni el único movimiento o tradición cristiana que Dios usa. Más bien, reconocemos la obra del Espíritu en cada denominación, comunidad y tradición cristiana que proclama el evangelio, glorifica el nombre de Cristo, hace discípulos y se preocupa por los que sufren.
Como pastores, podemos cooperar con otras congregaciones en la cuádruple misión de la Iglesia. Podemos realizar labores de alcance comunitario, adorar juntos, enseñar juntos y ministrar a los pobres juntos.
No tenemos que estar de acuerdo en todo para reconocernos unos a otros como pertenecientes a un mismo Dios, Señor, Espíritu, fe, bautismo y Cuerpo (Efesios 4:4–6).
Dios llama a las personas a reunirse en el nombre de Cristo para que los perdidos puedan recibir la salvación y para que los creyentes puedan adorarlo, crecer en fe y conocimiento, y mostrar su compasión a un mundo necesitado.
Aunque Dios, por su Espíritu, está activo en todo el mundo, la iglesia local sigue siendo el lugar donde siempre se debe poder encontrar su Palabra, obra y voluntad.
La respuesta de Dios a un mundo perdido es el evangelio de Jesucristo. La iglesia sigue siendo el mejor lugar para comprender y vivir el evangelio.
En ese sentido, la Iglesia lleva en sí la esperanza del mundo entero, un mundo que Dios aún ama y busca reclamar para la eternidad.
Allen Tennison, Ph.D., sirve como consejero teológico del Concilio General de las Asambleas de Dios y preside su Comisión de Doctrinas y Prácticas.
Este artículo aparecerá en la edición de primavera de 2025 de la revista Influence.
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