Cristo, Comunidad, Crisis
Un paradigma bíblico para la misión de la Iglesia.
En los recientes meses la crisis del COVID-19 ha afectado al mundo, cerrando temporalmente las puertas de las iglesias e invirtiendo por completo la manera de reunirnos, adorar, ofrendar y servir. En medio de esto, la muerte de George Floyd en Minneapolis motivó protestas que se han expandido a lo largo de la nación en contra del racismo y la injusticia.
A medida que los pastores han estado dirigiendo sus congregaciones a través de estos tiempos difíciles, muchos se han vuelto a hacer una pregunta importante: ¿Cuál es, precisamente, la misión de la Iglesia?
Al final, esto probará ser uno de los resultados positivos de las luchas que han llegado a definir el 2020, una Iglesia que ha pensado con mayor profundidad y criticismo sobre la naturaleza de su llamado.
Nos hemos acostumbrado a definir «la iglesia» por los programas, las instalaciones y el liderazgo. Las personas suelen elegir una iglesia para ellos por tener un buen ministerio a los niños o porque el pastor predica de una manera cautivadora. O, tal vez, por sentirse vinculados a las experiencias de un pequeño grupo en particular que los anima y les hace sentir de valor. No hay nada intrínsecamente erróneo en ninguna de estas cosas, excepto que tienen el potencial de hacernos pensar en la iglesia en términos de nuestras necesidades y deseos.
Esto puede causar que basemos nuestra comprensión de la iglesia de acuerdo con las normas culturales, las preferencias personales o las personas con personalidades dinámicas, pero no en las Escrituras. Dicho brevemente, las cosas que valoramos en una iglesia con facilidad se pueden convertir en cosas que se traten más sobre nosotros que acerca de los planes y propósitos de Dios.
En su libro Good Faith [Buena fe], David Kinnaman y Gabe Lyons lo dicen de esta manera:
En la sociedad actual abunda mucho el individualismo, y eso también se ha reflejado en la iglesia. Millones de cristianos han agregado el dogma de la Nueva Era a su persona espiritual. Cuando quitamos las capas, encontramos que muchos cristianos están usando el camino de Jesús para seguir el camino de ellos. Mientras nos retorcemos las manos sobre el secularismo que se está expandiendo a través de la cultura, una mayoría de cristianos asistentes a la iglesia ha abrazado una teología corrupta y egocéntrica.
Virtualmente en cada área de la vida, nuestra cultura nos anima a considerar lo que hay allí para nosotros. Sin embargo, primordialmente debemos pensar en la iglesia en términos de qué tenemos para ofrecerle al mundo. La Iglesia existe para el mundo, pero con frecuencia esta verdad se queda atrás en nuestro hiper-individualizado enfoque de la iglesia.
Recuerde, fue por el bien del mundo que Jesús vino (Juan 3:16), y es para el bien del mundo que Él nos llama a unirnos y nos envía. Jesús vino a buscar y salvar a los perdidos, no a mimar a los ya encontrados. Quizá esta crisis actual nos motive a desarrollar una versión menos egoísta de nosotros.
La misión
Si hay peligro en entender la Iglesia primordialmente en términos de nuestro gusto o disgusto, ¿cómo evitaremos esta trampa? Algunos buscan definir la Iglesia según lo que hace, especialmente la predicación, los servicios y la comunidad. Los eruditos se refieren a esta como las funciones kerigmática, diacónica y koinoniaca de la Iglesia.
Sin embargo, una iglesia que se define a sí misma según sus actividades descubrirá que con facilidad se puede hundir en un ajetreo, aunque todavía carezca de una clara comprensión de por qué hace todas esas cosas. La actividad no equivale a la eficacia.
Incluso más, las iglesias pueden dar mucho énfasis a hacer, en vez de ser. Podemos comprometernos de una manera profunda en proyectos de compasión alrededor del mundo, pero ser incapaces de llevarnos bien con la persona que se sienta al lado nuestro cada domingo, o con un compañero de trabajo cuya política y valores difieren de los nuestros. Podemos llegar a ser maestros de formas de compasión a larga distancia mientras que somos poco compasivos con aquellos que vemos y con quienes interactuamos todos los días.
He sido testigo de esto en las misiones. En Zambia tuvimos la visita de una iglesia norteamericana que nos quería servir ayudándonos a pintar una iglesia. Cuando llegaron, el equipo de miembros peleaba constantemente y discutía sobre quién estaba a cargo y cómo debía hacerse el proyecto. El asunto fue un desastre tan grande que yo no veía la hora en que subieran al avión para regresar a casa. Ellos fueron una carga para la gente que fueron a servir y una vergüenza para los misioneros.
Esto sucede a menudo cuando una iglesia se enfoca en actividades externas y se descuida de la transformación y discipulado de sus miembros. Con frecuencia, esto sucede por un enfoque en hacer en vez de ser. En otras palabras, el carácter es importante cuando se trata de definir la Iglesia.
Un paradigma bíblico para el ministerio de la iglesia involucra rendimiento, solidaridad y ser enviado. Esta perspectiva traslada el énfasis de lo que hacemos (como pintar iglesias que pueden o no necesitar que se pinten) a nuestro crecimiento moral y espiritual como prerrequisitos para una misión eficaz tanto en el país como en el extranjero.
Rendidos
Andrew Murray, pastor y autor del siglo diecinueve, escribió que «la fe es sencillamente rendirse».
La noción de rendirse, tal y como se relaciona a la misión de la Iglesia, nos recuerda que nuestro llamado es uno de sumisión. Dios es soberano y santo, y por eso nos arrodillamos ante Él en sumisión por todo lo que somos y hacemos. Rendimos nuestros derechos como personas y nos entregamos a Dios y sus propósitos.
Una Iglesia rendida es una que, en vez de actuar por su propia iniciativa, sitúa su identidad en la voluntad revelada de Dios. Jesús modeló esto de manera soberana al decir: «llevo a cabo la voluntad del que me envió y no la mía». (Juan 5:30).
Para Dietrich Bonhoeffer, la vida cristiana no rendida estaba marcada por una gracia barata. En Discipleship [Discipulado] él la describió de esta manera:
Gracia barata significa gracia como si fuera bienes baratos almacenados en el sótano y a la venta, el perdón rebajado, la comodidad rebajada, el sacramento rebajado; gracia como una inagotable despensa en la iglesia de la que manos pocas cuidadosas distribuyen sin vacilación y límite. Es gracia sin un precio, sin costo alguno.
¿Cómo venceremos nuestra adicción a la gracia barata y la aversión a rendirnos? En la práctica, rendirnos es siempre un resultado de nuestro concepto de poder. Dejaremos de rendirnos por completo a Dios de acuerdo con el valor que le demos al poder del mundo.
Consideremos cómo algunos cristianos en los días de Bonhoeffer vieron lo que sucedía. Una vez, un pastor alemán declaró: «Fue por motivo de Hitler que Cristo, Dios el ayudador y redentor, se hizo efectivo entre nosotros». Este pastor no fue el único. Muchos otros hicieron declaraciones similares e igualmente perturbadoras.
Leemos esto y nos preguntamos: ¿Cómo fue posible que una persona se dejara seducir por el poder hasta el punto de igualar a Hitler con la obra de Cristo? ¿Cómo la Iglesia traicionó su verdadero llamado por algo tan temporal como el poder nacional? Pero la verdad es que esto sucede con mucha más frecuencia de la que quisiéramos admitir. Las iglesias actuales pierden de vista su mandato bíblico cuando intercambian el poder espiritual por el poder político o social y alinean su propósito demasiado cerca al propósito de un candidato o partido.
La versión de la película The Lord of the Rings [El señor de los anillos] de J.R.R. Tolkien delinea con vividez la influencia corrupta del poder. En el transcurso de la historia, Hobits Sméagol y Déagol van a pescar en un bote para celebrar el cumpleaños de Sméagol. Cuando un gran pez tira al lago a Déagol, él descubre un anillo de poder.
Los deseos inmediatos de Sméagol lo llevan a exigir que Déagol le dé el anillo como regalo de cumpleaños. Cuando él se niega, Sméagol lo mata, y así comienza la horrible devolución de Sméagol a Gollum, una criatura grotesca, esquizofrénica, que se esconde por las Montañas Misty durante los próximos 400 años.
Al final, la comunidad arroja a Gollum y lo fuerza a vivir entre las rocas y los peñascos, alimentándose con pescado crudo. Gollum viene a atormentar y recriminar a Sméagol en una lucha interna que se intensifica entre la inocencia y la ambición de poder. Este es un cuadro potente que retrata cómo el amor al poder corrompe y destruye la verdadera identidad y lo mejor de uno.
Gollum bosqueja la decadencia que se enraíza en uno cuando el poder se convierte en lo principal. Los cristianos y las iglesias que persiguen el poder a cualquier costo inevitablemente se encontrarán en un peregrinaje de lo hermoso a la desolación, de la comunidad al aislamiento, de la paz al caos y de la vida a la muerte.
Jesús entendió y enseñó que el poder mundial es una ilusión. Cuando Satanás trató de tentarlo con «esplendor y autoridad» de «todos los reinos del mundo», Jesús replicó: «Las Escrituras dicen: “Adora al Señor tu Dios y sírvele únicamente a él”» (Lucas 4:5-8).
De inmediato, después de su tentación en el desierto, Jesús regresó a Galilea «lleno del poder del Espíritu» (Lucas 4:14). Fue el poder del Espíritu lo que gobernó el ministerio de Jesús, y fue en el poder del Espíritu que la Iglesia fue enviada (Hechos 1:8).
El verdadero rendimiento se trata precisamente de este intercambio, la disposición de privarse del poder que pudiera venir de cualquier manera que no sea del Espíritu de Dios.
En el año 202 d.C. el emperador romano Septimius Severus declaró ilegal la conversión al cristianismo. Entre los primeros arrestados en África del Norte estaba una mujer joven en Cartago llamada Perpetua. Poco después que la apresaron, su padre, que no era cristiano, vino a visitarla y la trató de persuadir para que repudiara sus creencias cristianas y se inclinara ante el emperador. Perpetua señaló un jarrón y le preguntó a su padre: «¿Ves este jarrón? ¿Se le pudiera llamar con otro nombre en lugar del que tiene?»
Cuando él contestó que no, Perpetua le dijo: «De la misma manera yo soy incapaz de llamarme como lo que no soy, porque soy cristiana».
Más tarde, cuando su padre volvió a rogarle que abandonara su fe, Perpetua declaró: «Debes saber que ya no estamos en nuestro poder, sino en el de Dios».
Poco después martirizaron a Perpetua en un coliseo romano. Su diario pasó a otros prisioneros y durante los futuros siglos sus escritos se convirtieron en una fuente de inspiración.
La historia de Perpetua condensa la noción de rendirse. La rendición sucede cuando colocamos nuestra identidad solo en Cristo y confiamos cada vez más en el poder del Espíritu para ayudarnos en todo. Cuando Pablo oró pidiendo que le quitaran su aguijón en la carne, el Señor replicó: «mi poder se perfecciona en la debilidad». Esto lleva a la declaración de Pablo sobre la rendición: «Me alegra jactarme de mis debilidades, para que el poder de Cristo pueda actuar a través de mí» (2 Corintios 12:9).
Quizá esta crisis actual nos motive a desarrollar una versión menos egoísta de nosotros.
Rendirse es el producto derivado de encontrar nuestra verdadera identidad en Cristo y creer en la suficiencia de su poder para todo lo que Él nos llame a hacer y ser. Si queremos ver el poder de Dios obrando en nuestras iglesias, la manera de obtenerlo será mediante la rendición.
Solidaridad
No solo somos «uno en Cristo Jesús», como dijo Pablo en Gálatas 3:28, sino que estamos radicalmente unidos, unos con otros, en una comunidad que tiene diferencias y diversidades.
En muchas iglesias contemporáneas, el concepto de compañerismo se ha rebajado hasta llegar a ser un poco más que una cena informal. Sin embargo, la noción bíblica de Koinōnia es mucho más profunda. El compañerismo bíblico se refiere a un profundo servicio sacrificado de unos hacia otros e incluye sufrir unos con otros, especialmente con aquellos que sufren por el bien del evangelio, como una extensión de la participación de cada creyente en los sufrimientos de Cristo, y en su gozo (Filipenses 2:1-8).
Koinōnia significa que nuestra vida está inseparablemente tejida por medio de Cristo. Esto significa que nos interesamos los unos por los otros en la comunidad de fe con tanta profundidad que sus sufrimientos se convierten en nuestros sufrimientos de una manera real.
Al estar reconciliados con aquellos de otras razas, tribus, nacionalidades, partidos políticos y clases sociales, los creyentes testifican del poder reconciliador del evangelio. Debido a que se nos perdonó mucho, debemos estar dispuestos a perdonar mucho.
En un nivel práctico, una cosa tan sencilla como guardar un rencor puede ejercer un efecto perjudicial en la habilidad de la iglesia para alcanzar a los perdidos. Además, significa que debemos estar dispuestos a hacer todo lo posible por perdonar a otros y mostrarles gracia, igual que el gran esfuerzo que hizo Cristo para perdonarnos y mostrarnos gracia.
En el cristianismo no hay lugar para aquellos que se aferran al sistema tribal o promueven el racismo. Estar «en Cristo» es pertenecer a una familia diversa de personas de cada raza, tribu y nacionalidad.
Durante siglos se han usado las curvas de catenaria en la arquitectura. Estas proveen una solución al problema de crear el arca perfecta (una catenaria invertida) que no requiere apoyo adicional y permiten que el peso de la estructura se extienda por la curva con puntos de tensión iguales para que ningún punto en particular cargue todo el peso.
Se pueden ver ejemplos de esto en el Aeropuerto Internacional Dulles en Virginia, en el Arco Gateway en St. Louis y en La Catedral St. Paul en Londres. La curva catenaria permite que los arquitectos prescindan de los contrafuertes externos que se usaron en edificios como la Catedral Notre Dame en Paris.
La unidad que tenemos en Cristo funciona de un modo similar. Cuando la Iglesia trabaja con la intensión de edificar a cada miembro, el peso de la carga de una persona se distribuye entre todos (Gálatas 6:2).
Esto es importante porque tenemos la tendencia de pensar que la comunidad trabaja mejor en ausencia de las tensiones o presiones, en que todo va bien. Pero es la habilidad de funcionar como uno, al compartir las cargas los unos de los otros, que se crea la verdadera fuerza de una comunidad.
En vez de huir de la iglesia debido a los problemas, debemos trabajar juntos para aliviar la presión que crean los problemas. Cuando estamos unidos mediante las adversidades, todos podemos ponernos a la altura de nuestro potencial.
Pero, la solidaridad es costosa. Hace poco hablé con Estrelda Alexander, una guía experta y erudita en la raza y el pentecostalismo entre los africanos americanos. Ella me dijo que la mayoría de las personas negras viven con un constante temor debido a las agresiones de injusticias que sufre su comunidad. Cuando le pregunté qué haría falta para hacer cambios, ella señaló que la justicia siempre tiene un precio.
Si fuéramos solidarios con nuestros hermanos y hermanas en la comunidad afroamericana, como debiéramos hacer, es casi seguro que costaría algo. Algunos pensarían que estamos siendo muy políticos. Tal vez perderíamos miembros de la iglesia, y quizá hasta nuestros trabajos.
Pero debemos recordar que sufrir con los demás, y por los demás, yace en el centro del evangelio. Seguir el ejemplo de Cristo requiere estar dispuestos a dar nuestra vida por la de nuestros amigos, mantener la verdad de que todos llevamos la imagen de Dios, no importa la raza, estado social, nacionalidad ni género.
¿Cuál es el precio de la solidaridad? Esto es algo similar a cuando Jesús se acercó a la mujer samaritana que tenía mala fama, pero Él estaba más interesado en el futuro de la mujer que en su pasado. Esto es parecido a Martin Luther King, hijo, cuando guio a los miembros del clero de toda la gama denominacional por el puente Edmund Pettus en Selma, Alabama, a pesar de los ataques violentos que le esperaban al otro lado. Y esto sería parecido, como sugirió Alexander, a que los pastores blancos invitaran al clero de los negros a sus púlpitos para hablar acerca de la raza y la fe.
En gran parte, la verdadera solidaridad exige pagar el precio de la santidad de manera que podamos escuchar lo que está diciendo el Espíritu a las iglesias.
Ser enviado
Una de las descripciones más antiguas de la Iglesia es: «una sola, santa, católica y apostólica». En otras palabras, la Iglesia está unida en semejanza a Cristo, universal y consagrada al evangelio.
Aunque «apostólica» se refiere a que la Iglesia esté fundada en las enseñanzas apostólicas del Nuevo Testamento, también sugiere ser enviado al mundo. Como escribió el teólogo Thomas Oden: «El verdadero propósito de reunirnos en comunidad es poder enviar a enviados».
Al repasar la historia y la doctrina de nuestras Asambleas de Dios (AD), podremos empezar a vencer un enfoque demasiado individualizado para la misión y el propósito de la Iglesia.
Las Asambleas de Dios nació de un avivamiento en la Calle Azusa, en Los Ángeles, donde comenzó en 1906. A medida que estos primeros pentecostales deseaban más de la manifiesta presencia de Dios y experimentaban los dones carismáticos del Espíritu, ellos interpretaron las señales y maravillas que siguieron para decir una cosa: Jesús volverá y volverá muy pronto.
Una tarea tenía prioridad sobre las demás: Llevar el evangelio a los perdidos entre las naciones. Esta cita de una publicación en 1906 en The Apostolic Faith [La fe apostólica] una antigua publicación pentecostal que guió William Seymour, era típica del día:
Muchas son las profecías que se hablan en lenguas desconocidas y son muchas las visiones que Dios está dando en cuanto a su pronta venida. El pagano primero debe recibir el evangelio. Se interpretó una profecía en una lengua desconocida como: «el tiempo es corto, y en el Espíritu de Dios voy a enviar una gran cantidad de personas a predicar el evangelio completo en el poder del Espíritu».
Las ofrendas para las misiones, en los primeros tiempos de las Asambleas de Dios, se fueron más que duplicando cada año desde el 1917 hasta el 1919, incluso con la pandemia de la gripe española en el 1918 y la Primera Guerra Mundial, que terminó ese mismo año. En 1917, las iglesias de las AD ofrendaron $10,234 a las misiones. En 1918, casi triplicaron esa cantidad, dando $29,631. Y en 1919, las ofrendas subieron a $63,549.
Esto, con toda seguridad, reflejó una estrategia misionera que el secretario Stanley H. Frodsham instituyó en 1918, cuando en la reunión del Concilio General en Springfield, Missouri, él «recomendó comenzar las reuniones misioneras de oración en todas nuestras asambleas para llevar ante el Señor las necesidades inmediatas de nuestros misioneros». Además, él pidió una «campaña publicitaria» con el propósito de «exponer, ante los hermanos pentecostales por dondequiera que estuvieran, las obligaciones que tenían con sus representantes en las regiones lejanas».
Las personas se ocupan más de las crisis frente a ellos. En medio de la pandemia del COVID-19, no podemos entrar en ningún sitio mediático, ya sea que aparezca en un anuncio de Best Buy o en el sitio web para el condado o ciudad en la cual vivimos, sin que se nos confronte de inmediato con una información y actualización sobre la reacción de esa organización al COVID-19.
Los noticieros nos actualizan constantemente sobre las últimas estadísticas, incluyendo el índice de mortalidad y el índice de infección. Y así debe ser. Esta información es necesaria y de mucha ayuda. Pero también los son las estadísticas e informaciones sobre los perdidos entre las naciones.
Las primeras publicaciones pentecostales como The Apostolic Faith [La fe apostólica] de Seymour se comenzaron precisamente con este propósito. No podemos esperar que la gente permanezca preocupada sobre evangelizar el mundo si no se les confronta constantemente con las duras realidades de aquellos que no tienen acceso al evangelio.
La urgencia de alcanzar a los perdidos y la expectativa del inminente regreso de Cristo llevó al apóstol Pablo a trabajar incansablemente para llevar el evangelio a las naciones, y ha llevado a miles de misioneros en la historia de nuestro compañerismo a cruzar los océanos y continentes para predicar sobre Jesús a quienes nunca han oído de Él.
Ahora, más que nunca, los pastores e iglesias deben dar prioridad al trabajo de poner ante la iglesia las necesidades de nuestros misioneros en el extranjero y la continua crisis de quienes entran a la eternidad lejos del conocimiento salvador de Jesús.
Conclusión
¿Qué significa estar rendido a Dios, en solidaridad con Jesús y otros, y enviado al mundo en un tiempo de pandemia? Significa ser un pueblo cuyo carácter está formado por la naturaleza del Trino Dios que servimos. Significa que nuestras vidas no son nuestra propiedad.
Jesús dijo que cualquiera que quiera seguirlo primero debe tomar su cruz (Mateo 16:24). A menudo interpretamos que esto quiere decir que todos tenemos nuestras propias luchas, como una dificultad para perder peso o un hermano con quien es difícil llevarse. Pero para aquellos en el primer siglo que escucharon esto, seguir a Jesús significaba que les costaría todo. Podría ser increíblemente gratificante, pero esta gratificación tenía un alto precio.
La Iglesia actual necesita con desesperación redescubrir la perspectiva de seguir a Cristo por encima de todo lo demás, y a cualquier precio. ¿Reflejan nuestras oraciones, ofrendas y anhelos una visión del Reino o una visión terrenal? ¿Somos solidarios, o estamos creando divisiones innecesarias? Cuando estamos en público, ¿exigimos nuestros derechos y hacemos un espectáculo público de nosotros mismos, o reflejamos el amor de Dios de maneras sacrificadas como aquellos que rindieron sus derechos por la causa de Cristo?
¿Vemos a todas las personas como objetos del amor de Dios o solo vemos a las que comparten nuestros puntos de vista y valores? ¿Empleamos más esfuerzos y energía promoviendo teorías de conspiración que promoviendo el evangelio? ¿Nos mira el mundo y dice que demostramos un amor radical por los que sufren y están oprimidos, o nos ven como ambivalentes y distantes?
Estas son las preguntas que necesitamos hacernos, incluso mientras que la Iglesia hace cambios radicales en cuanto a cómo y cuándo nos podremos reunir. Estas son las preguntas que deben guiar a la Iglesia a caracterizarse por estar rendida, ser solidaria y enviada a alcanzar a los perdidos. Estas son las cosas que debe definir una Iglesia que ansía que el Reino venga a la tierra como es en el cielo.
Jerry M. Ireland es catedrático del departamento de ministerio, liderazgo y teología, y de estudios interculturales en la Universidad de Valley Forge en Phoenixville, Pennsylvania.
Este artículo aparece en la edición de julio/agosto de 2020 de la revista Influence.
Influence Magazine & The Healthy Church Network
© 2024 Assemblies of God