Lo que creemos sobre la santificación

Una serie sobre la Declaración de Verdades Fundamentales de AD

Allen Tennison on March 5, 2025

Crecí con un grupo de héroes diferente al de muchos de mis amigos.

En lugar de atletas profesionales, músicos o famosos de Hollywood, los misioneros eran las personas a las que admiraba.

Como familia dedicada al ministerio, a menudo recibíamos misioneros y evangelistas en nuestra casa. Las historias que escuché durante esas visitas, sobre aventuras, sacrificios y milagros, ayudaron a forjar mi fe.

De niño, estas eran las personas en las que pensaba cuando oía la palabra «santos».

El Antiguo Testamento a veces se refiere al pueblo de Dios como «pueblo santo» (por ejemplo, Salmo 16:3), que también puede traducirse como «santos».

Por supuesto, cuando el Nuevo Testamento habla de «santos» en pasajes como 2 Corintios 13:13 o Efesios 1:1, se refiere a toda la Iglesia. (La NVI utiliza las frases «creyentes» y «fieles creyentes», respectivamente).

Muchos creyentes se sentirían incómodos si se les llamara santos. Sabemos que somos imperfectos, aun cuando confiamos en que Dios sigue obrando en nosotros.

Sin embargo, eso es exactamente lo que significa ser pueblo de Dios. Somos seres imperfectos que, sin embargo, estamos madurando a través de un proceso que hemos etiquetado como «santificación».

Bíblicamente, santificación es ser apartado para Dios, llegar a ser sagrado o santo.

Históricamente, la Iglesia ha utilizado la palabra «santificación» para describir tanto la posición de ser «pueblo santo» como el proceso por el cual Dios transforma nuestro carácter para que coincida con nuestra posición.

En otras palabras, para comprender mejor la «santificación», debemos entender el significado de «santidad».

 

Dios es santo

De todos los atributos de Dios, la santidad puede ser el que más lo define.

La santidad habla de la incomprensible singularidad de Dios. Él es diferente de nosotros de una manera que nadie más lo es.

Únicamente Dios no ha sido creado (Génesis 1:1; Juan 1:1), es eterno (1 Timoteo 1:17) y perfecto (2 Samuel 22:31).

Al encontrarse con la gloria de Dios, las personas son aún más conscientes de que son creadas, efímeras e imperfectas (Isaías 6:5; Mateo 17:6; Apocalipsis 1:17).

Puede que no haya mejor palabra para expresar esta diferencia que «santo». Incluso los seres celestiales declaran continuamente que Dios es santo (Isaías 6:3; Apocalipsis 4:8).

Aunque nada en la creación puede ser santo en sí mismo, Dios puede consagrar (o hacer sagrados) a las personas, los lugares y los objetos (Éxodo 3:5).

En el Antiguo Testamento, por ejemplo, la consagración mediante rituales divinamente establecidos permitía a los sacerdotes estar en la presencia de Dios.

Dios consagró o santificó a Israel por dos razones: para que la presencia de Dios pudiera permanecer en medio de Israel (Éxodo 19:10–11; Josué 3:5), y para que sus habitantes pudieran reflejar el carácter de Dios al mundo que les rodeaba. La santificación tiene que ver tanto con la presencia como con la representación de Dios.

A través de Su presencia, Dios revela Su carácter justo y amoroso (Éxodo 34:5–7). Cuando el Señor ordenó a Israel que fuera santo (Levítico 11:44–45; 19:2), lo hizo como un llamado a la vida justa y al amor (Levítico 19:3–37) por el bien del mundo.

Dios apartó a Israel, no porque lo amara exclusivamente, sino por el bien de todos los pueblos.

El Señor santifica a la Iglesia, a través de la obra de Jesús, por las mismas razones: para que Su presencia esté con nosotros y podamos reflejarlo en el mundo.

Antes de Su crucifixión, Jesús oró para que Dios santificara a Sus discípulos mediante la verdad de la Palabra de Dios (Juan 17:17) y habló de ser apartados, en referencia a la Cruz, para ser santificados.

Según Hebreos 13:12, Jesús «para santificar al pueblo mediante su propia sangre, sufrió fuera de la puerta de la ciudad».

La Iglesia es calificada reiteradamente como templo de Dios, el lugar donde las personas pueden encontrar a Dios (1 Corintios 6:19; 2 Corintios 6:16; Efesios 2:21–22).

Como piedras de ese edificio espiritual, el pueblo de Dios experimenta Su presencia y está llamado a ser un ejemplo de ella a través de la adoración colectiva, el testimonio público y el comportamiento personal (1 Pedro 2:5,9–10).

Los creyentes que son santificados de esta manera deben decidir vivir vidas santificadas como testimonio.

Al advertir a los corintios que no volvieran a su antigua forma de vivir, el apóstol Pablo les recordó: «ya han sido lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Corintios 6:11).

Pablo dijo a los creyentes de Roma: «Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Romanos 12:1).

A los filipenses, Pablo escribió: «lleven a cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad» (Filipenses 2:12–13).

Hebreos 10:10 resume la condición de los creyentes de esta manera: «Y en virtud de esa voluntad somos santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para siempre».

Sin embargo, el autor de Hebreos añade una advertencia:

Cualquiera que rechazaba la Ley de Moisés moría irremediablemente por el testimonio de dos o tres testigos. ¿Cuánto mayor castigo piensan ustedes que merece el que ha pisoteado al Hijo de Dios, que ha profanado la sangre del pacto por la cual había sido santificado y que ha insultado al Espíritu de la gracia? (vv. 28–29).

Por eso se nos ordena buscar la «santidad» sin la cual «nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14).

Bíblicamente, santificación es ser apartado para Dios, llegar a ser sagrado
o santo.

Los cristianos no somos santos porque vivamos ya vidas perfectas, sino porque ya pertenecemos a Jesús. Debemos crecer y madurar continuamente por medio de Cristo, cuya vida nos sirve de modelo, y del Espíritu, que nos santifica (1 Pedro 1:2; 1 Juan 2:6).

En cooperación con Dios, que nos ha dado a Su Hijo, Su Espíritu y los medios de la gracia, nos transformamos en personas más parecidas a Jesús (Gálatas 4:19).

Recibimos la justicia de Dios por la fe en Cristo (Romanos 3:22). Pero vivimos esa justicia mediante la identificación con Jesús (Romanos 6:4); la confianza en el Espíritu de Dios (Romanos 8:3–6); la aplicación de las Escrituras (2 Timoteo 3:16); la recepción de una disciplina piadosa (Hebreos 12:10–11); la confesión del pecado (1 Juan 1:9); y el amor de los unos por los otros (1 Juan 4:11–21).

Así pues, nuestra santificación como un logro de Cristo se convierte en la base de nuestra transformación por el Espíritu, para la gloria de Dios.

 

Historia de la santificación

Desde el principio, la Iglesia ha concordado en que los creyentes deben crecer y madurar en Cristo. Sin embargo, los cristianos han debatido a veces el proceso y las posibilidades de ese crecimiento en esta vida.

¿Cómo viven los creyentes en el mundo sin separarse de él y sin rechazar la buena creación de Dios? ¿Qué papel desempeñan la gracia de Dios y el esfuerzo humano? ¿En qué medida puede un creyente experimentar la transformación en esta vida?

Los líderes de la Iglesia Primitiva hacían hincapié en la madurez ética de los creyentes como defensa del cristianismo en el mundo pagano. Hicieron todo lo posible para asegurarse de que los nuevos conversos comprendieran cómo el compromiso con Cristo cambiaría sus vidas, sus medios de subsistencia y su posición social.

Algunas iglesias llegaron a exigir a los nuevos creyentes que aprendieran la ética cristiana antes de bautizarlos en agua.

La amenaza del martirio era una de las razones de este énfasis. Ante la posibilidad de morir por su fe, los conversos aprendieron a vivir para Cristo «muriendo» a las cosas del mundo.

Lamentablemente, el deseo de llevar una vida moral también puede conducir a una preocupación malsana por lo mundano. Cuando se confunde lo mundano con el placer o la felicidad, el crecimiento cristiano puede definirse más por lo que alguien se abstiene de hacer que por la persona que se está formando por estar en Cristo.

Por ejemplo, muchos de los primeros cristianos consideraban que el celibato era un llamado más elevado que la vida familiar.

Tras la legalización romana del cristianismo, el celibato voluntario sustituyó al martirio como muestra de fe. Algunos líderes consideraban el matrimonio como un obstáculo para la madurez cristiana.

Algunos fueron aún más lejos para distinguirse como creyentes. Confundiendo lo mundano y el placer con el alivio físico, negaban las necesidades de su cuerpo. Algunos intentos equivocados de crecer en santidad incluían ayunos extremos, privación del sueño y otras «hazañas» de resistencia física.

Con el tiempo, la Iglesia rechazó estas acciones por considerarlas otra forma de indulgencia excesiva. Sin embargo, los líderes de la Iglesia continuaron defendiendo el celibato para el clero y los miembros de las órdenes monásticas, ya que ofrecía más tiempo y espacio para la búsqueda de la santidad.

Los primeros protestantes criticaron el celibato como norma de santidad, argumentando que hacía que la búsqueda de la santidad estuviera menos al alcance de la mayoría de los creyentes.

Los protestantes también cuestionaron el pensamiento predominante de la justificación como una dispensación simultánea de gracia y transformación conducente a una vida recta.

Según el punto de vista católico, la vida santa era prueba de la justificación. Los protestantes entendían la justificación como un acto objetivo de Dios, que se se recibía por la fe, con la justicia instantáneamente «imputada» a los creyentes, independientemente de su comportamiento.

En otras palabras, es como si Cristo atribuyera su justicia a los creyentes antes de que ellos vivan de manera diferente. Esto distingue entre la salvación como un acto de Dios y las buenas obras como un acto humano.

Los protestantes separaron la justificación de la santificación como etapas únicas en la vida de un creyente. Ellos vieron la justificación como la aplicación objetiva de la justicia de Cristo, y la santificación como el proceso de crecimiento conforme a esa justicia.

Aun así, los protestantes trataron de evitar el retorno a una forma de justicia basada en las obras. Aunque enseñaban la prioridad lógica de la justificación antes que la santificación, también entendían la santificación como una posición que uno recibe en el momento de la justificación. Así, la santificación describía tanto una posición como un proceso.

Muchos protestantes subrayaban la imposibilidad de alcanzar la perfección moral en esta vida. Con el pecado acechando como una amenaza constante, los creyentes siguen dependiendo del Espíritu para que les ayude en la continua guerra espiritual contra el pecado.

John Wesley, sin embargo, creía que los cristianos podían alcanzar un estado de perfección a través de la santificación.

Enfatizando la oración de Pablo en 1 Tesalonicenses 5:23, que Dios santificaría por completo a los creyentes, Wesley enseñó una doctrina de «perfección cristiana». Según este punto de vista, el amor de Dios (y no el pecado) motiva todos los pensamientos y acciones del creyente.

El cristiano aún podía cometer errores, actuar por ignorancia o afrontar la tentación. Pero la perfección cristiana (o entera santificación) significaba que los creyentes podían vivir una vida sin pecado voluntario.

Wesley veía el crecimiento hacia la entera santificación como un proceso que muchos podrían tardar toda la vida en alcanzar. Aquellos que la alcanzaran aún necesitarían crecer en su conocimiento y amor a Dios.

Algunos de los herederos teológicos de Wesley desarrollaron aún más esta enseñanza. Esto condujo al Movimiento Wesleyano de Santidad del siglo XIX, con su énfasis en la entera santificación como una «segunda obra de gracia» disponible para cada creyente después de la conversión.

Varios movimientos de santidad debatieron si este paso se producía de inmediato o con el tiempo.

El movimiento inglés de Keswick proponía un proceso de varios pasos para una vida victoriosa, que desembocaba en un llamado al empoderamiento del Espíritu y al bautismo en el Espíritu.

Tal lenguaje ayudó a allanar el camino para el Movimiento Pentecostal.

El pentecostalismo temprano se desarrolló a partir de una herencia de santidad que incluía el lenguaje y la enseñanza de la entera santificación.

El punto de vista predominante en la época del avivamiento de la calle Azusa era que antes del bautismo en el Espíritu Santo se hacían necesarias dos obras de gracia: la conversión y la entera santificación.

Estos pentecostales sostenían que Dios no otorgaría poder sin antes purificar el alma mediante la entera santificación.

Uno de los primeros líderes pentecostales, William Durham, cuestionó esta idea en 1910, argumentando que la expiación de Cristo es igualmente suficiente para la justificación y la santificación. Los creyentes solo necesitan crecer en la santificación que ya poseen en Cristo, quien completó todo en la «obra consumada» de la cruz.

En opinión de Durham, no es necesario esperar a una segunda experiencia para poder recibir el bautismo en el Espíritu Santo.

Durham advirtió que buscar una segunda experiencia conducía al legalismo. Muchas personas permanecían espiritualmente inseguras en lugar de confiar en la obra de Cristo.

La justificación y la santificación ocurren a la vez cuando una persona confía en Jesús y se identifica con Cristo, dijo Durham.

La teología de la «obra consumada» de Durham dividió a los pentecostales. Los que se alineaban con Durham adoptaron un modelo cuádruple de evangelio completo (Jesús como Salvador, Sanador, quien Bautiza en el Espíritu, y Rey que pronto volverá), en lugar de una expresión quíntuple que incluía a «Jesús como Santificador», lo que indicaba una etapa diferente.

Los seguidores de los modelos quíntuple y cuádruple se conocieron como santidad wesleyana y pentecostales de la obra consumada, respectivamente.

Las Asambleas de Dios representan la agrupación más grande en los Estados Unidos de pentecostales de la Obra Consumada. No todos los que se unieron a las Asambleas de Dios rechazaron la «entera santificación», pero la Fraternidad acogió a los que tomaron tal posición.

Los creyentes solo necesitan crecer en la santificación que ya poseen en Cristo, quien completó todo en la «obra consumada»
de la cruz.

De hecho, «La Obra Consumada del Calvario» fue el título del sermón principal de Mack M. Pinson durante el Concilio General fundacional en 1914.

Puede sorprender que en la Declaración de Verdades Fundamentales de 1916, el entonces artículo 7 se titulase «La entera santificación, meta de todos los creyentes».

Sin embargo, este era el lenguaje común dentro del movimiento pentecostal. Además, la Verdad Fundamental sobre la «entera santificación» no identificaba este proceso como una segunda obra de la gracia, sino como la búsqueda continua de todos los creyentes.

El artículo 7 concluía con esta frase: «La entera santificación es la voluntad de Dios para todos los creyentes, y debe buscarse fervientemente andando en obediencia a la Palabra de Dios».

En 1927, esto se convirtió en el Artículo 9, con el título más corto «Entera santificación».

Una actualización de 1961 acortó el título a «La santificación» y modificó la redacción del artículo a su forma actual.

Desde el principio, las AD defendieron la santificación como una verdad consumada en la obra de la salvación que se convierte en una realidad que vive el creyente que progresa en Cristo.

El énfasis principal del artículo 9 siempre ha sido que la santificación se «efectúa» en la vida del creyente.

 

La realidad de la santificación

Tres palabras cruciales para entender la santificación en el Artículo 9 son «santidad», «identidad», y «separación».

Cuando enseño sobre la santificación, enfatizo estos términos para ayudar a la gente a recordar que somos de Él. La santificación debe llevarnos a vivir plenamente como hijos de Dios a lo largo de la vida.

Hemos sido apartados para reflejar la santidad de Dios, basándonos en nuestra identificación con Cristo, quien nos separa para un propósito divino en este mundo. En todo esto, seguimos dependiendo plenamente del Espíritu de Dios, que nos hace madurar.

Todas las versiones de la Declaración de Verdades Fundamentales de AD han subrayado el llamado del cristiano a la santidad como clave para entender la santificación.

La primera razón de este llamado es la presencia de Dios. Hebreos dice: «Sin santidad nadie verá al Señor» (12:14).

Puesto que la santidad pertenece por completo a Dios, sólo Él puede hacernos santos. Mediante la obra de Cristo y el poder del Espíritu, podemos experimentar la santificación que ya es nuestra.

El llamado a la santidad es también parte del mandato de Dios de representarlo en este mundo.

Dios ordenó a Israel que fuera santo porque Él es santo (Levítico 11:44–45; 19:2). Esto significaba imitar a Dios y no a las naciones que los rodeaban.

En el Nuevo Testamento, el apóstol Pedro aplicó esto a la Iglesia (1 Pedro 1:15–16) porque los cristianos son el pueblo de Dios y deben vivir en consecuencia.

La santificación es vital para el testimonio de la Iglesia. La santidad del cristiano depende de la cooperación con Aquel que santifica.

El artículo 9 define la santificación como un «acto de separación». Debido a que somos apartados para el propósito de Dios, es importante entender la santificación primero en términos de para qué somos apartados, en lugar de concentrarnos en de qué somos apartados.

Dios nos aparta en favor de Su presencia, para que podamos estar presentes en el mundo para representarlo. Esta es nuestra «dedicación a Dios», como dice el artículo 9.

Puesto que somos apartados para Dios, nuestra santificación también debe implicar la separación del mal.

Sin embargo, debemos tener cuidado de definir el mal a partir de la Biblia en lugar de dejar que la cultura dicte la narrativa. Romanos 12:2 dice: «No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cómo es la voluntad de Dios: buena, agradable y perfecta».

Por ejemplo, nuestra cultura tiende a dividir a las personas en categorías de nosotros contra ellos, presionándonos para que tomemos partido cuando ninguna de las partes representa plenamente el camino de Jesús.

Si definimos la santificación basándonos en las limitaciones impuestas por el mundo, permitimos que el mundo limite nuestra representación de Jesús. Cuando los cristianos llegan a ser más conocidos por aquello a lo que se oponen que por aquello que afirman, la gente perderá la oportunidad de conocer las buenas nuevas del Evangelio.

No podemos concebir la santificación como una «dedicación a Dios» sin comprender en quién nos estamos convirtiendo en Cristo y cómo estamos viviendo el carácter de Cristo en este mundo.

La santificación implica la identificación con Jesús. El artículo 9 aclara que la santificación se «efectúa» mediante esta identificación con Cristo. Sucede a medida que experimentamos lo que ya es espiritualmente verdadero.

Porque Cristo se identificó con nosotros en la Cruz, ya hemos sido perdonados, justificados y santificados. Al identificarnos con Cristo en Su muerte y resurrección, nos hacemos conscientes de esa santificación.

En el lenguaje del Artículo 9, esto llama tanto a «reconocer» que la identificación ha ocurrido, incluyendo tanto el bautismo en agua (Romanos 6), como el «proponerse» vivir en esa identificación con Cristo diariamente.

Lo que ocurrió cuando nos identificamos por primera vez con Cristo sigue siendo cierto. Nuestra vida está escondida en Cristo, y ahora es Cristo quien vive en nosotros (Gálatas 2:20; Colosenses 3:3–4). Solo por la fe en esta realidad podemos vivir como cristianos.

Además, solo a través del Espíritu Santo son posibles la fe y la obediencia. El Espíritu de Dios es el Agente de nuestra santificación (2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2).

Por lo tanto, debemos ofrecer diariamente al Espíritu todas nuestras facultades y habilidades (Romanos 8:4–14).

Nuestra santificación depende por completo del Padre (porque la santidad pertenece a Dios), del Hijo (cuyo sacrificio nos aparta) y del Espíritu Santo (que obra a través de nosotros).

El mismo Espíritu que nos llama a Cristo y nos empodera para servir, también nos transforma para reflejar a Cristo cada vez más. Cada uno de estos aspectos de la vida cristiana forma parte de la santificación, es decir, de ser apartados para Dios.

La semejanza con Cristo es la prueba de que el Espíritu obra en nosotros. Así como el fruto se corresponde con el árbol en el que crece, «amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio» se corresponden con el carácter de Cristo que se está formando en nosotros (Gálatas 5:22–23).

El fruto espiritual no es el resultado del bautismo en el Espíritu, sino de la obra transformadora del Espíritu que comienza en la conversión.

Sin el desarrollo continuo del fruto del Espíritu, no alcanzaremos nuestro potencial en Cristo. Los dones del Espíritu son más efectivos entre las personas que son amorosas, alegres, pacíficas, pacientes, amables, buenas, fieles, humildes y que tienen control de sí mismos.

Puesto que la santidad pertenece por completo a Dios, sólo Él puede hacernos santos.

Al fin y al cabo, una persona verdaderamente santificada es aquella que refleja el amor de Cristo. Jesús dijo que el mundo reconocería que somos Sus discípulos por nuestro amor mutuo (Juan 13:35).

Pablo advirtió que los dones espirituales y las obras resuenan vacías cuando no hay amor (1 Corintios 13:1–8).

Además, Juan dijo que la falta de amor revela que alguien «no conoce» a Dios (1 Juan 4:7–8).

El amor constituye la prueba definitiva del discipulado y el resultado de la santificación. Sin amor, lo que reflejemos en este mundo será algo menor que la santidad de Dios.

 

Práctica pastoral

Comprender la doctrina de la santificación es fundamental para la práctica pastoral. Nos enseña sobre el discipulado, el ministerio del Espíritu Santo y la obra de Jesús.

El discipulado debe adentrarnos aún más en el camino de Cristo, como personas que han sido apartadas para Él.

Al separarnos para los propósitos de Dios, la santificación mantiene el discipulado enfocado en Jesús y no en la cultura (incluyendo la cultura de la iglesia).

Pudiera ser que discipulemos a las personas solo para que encajen mejor dentro de nuestra iglesia. Una congregación en la que todos usan el mismo vocabulario, evitan las mismas cosas y tienen las mismas opiniones políticas puede no dar testimonio de Jesús.

Al señalar la expiación, la santificación mantiene el discipulado centrado en la gracia y no en las obras. Esto puede inocular a los creyentes contra el concepto erróneo y común de que venimos a Jesús por gracia pero permanecemos en Él debido a nuestras obras.

Sencillamente, no hay ningún punto en nuestra madurez cristiana en el que podamos decir que nos hemos ganado la salvación. La gracia que nos trajo a Cristo es la misma gracia que nos mantiene creciendo en Él.

La doctrina de la santificación ofrece una imagen clara del discipulado como una victoria continua sobre el pecado.

Los cristianos deben saber que pueden vencer los pecados habituales y patrones de comportamiento. Si los pastores no enseñan que esa victoria está disponible, los feligreses podrían dudar de que es posible tener verdadera libertad en Cristo.

Vivir en victoria no significa que los cristianos ya no experimentarán la tentación. Más bien, significa que podemos resistir volver continuamente a esos pecados que una vez nos definieron.

Por supuesto, nunca dejamos de madurar en Cristo. Incluso cuando los creyentes experimentan cambios en su vida, el Espíritu Santo les revela nuevas oportunidades de crecimiento.

Al mismo tiempo que nos identificamos con Cristo, también comprendemos que Él sigue obrando en nosotros como discípulos.

En última instancia, vivimos vidas santificadas no por evitar el pecado, sino a través de expresiones habituales de amor piadoso.

El discipulado cristiano no es una relación privada con Dios que excluye a todos los demás. Es una relación personal con Jesús que forma Su carácter en nosotros y nos lleva a una relación correcta con los demás.

Cuanto más crezco en Cristo, tanto más amo a aquellos a quienes Cristo también ama.

La santificación también moldea nuestra visión del ministerio del Espíritu Santo.

El Señor nos santifica por completo en nuestra adoración, nuestro testimonio y nuestro caminar.

Dios santificó a los líderes de adoración de Israel y los elementos de sacrificio para que el pueblo se acercara a Él.

Del mismo modo, el Espíritu Santo nos ayuda a adorar juntos como una comunidad con dones espirituales en Cristo.

Una doctrina de la santificación debe incluir la enseñanza sobre los dones espirituales. El Espíritu distribuye los dones, como Él quiere, para que toda la comunidad pueda reunirse para adorar a Dios y proclamar Su verdad.

Nuestra adoración declara quién es Dios a aquellos que necesitan escuchar, incluidos los no cristianos. Por lo tanto, el ejercicio de los dones debe ser claro y ordenado (1 Corintios 12–14).

Así como Dios santificó a Israel para que lo representara ante otras naciones, el Espíritu Santo nos empodera para dar testimonio de Cristo en nuestras comunidades y en todo el mundo (Hechos 1–2).

El empoderamiento del Espíritu pertenece a la doctrina de la santificación ya que Dios nos aparta para compartir el evangelio con todas las naciones.

Las señales y prodigios, y el sufrimiento sin hacer concesiones, son obras del Espíritu que dan testimonio de la realidad de la presencia de Cristo a través de nuestras vidas (2 Corintios 3:17–4:9).

Si bien Dios llamó a Israel a ser santo andando en justicia y amor, el Espíritu Santo nos transforma para que reflejemos el carácter de Jesús.

Una doctrina de la santificación también debe incluir la enseñanza sobre el fruto del Espíritu.

En última instancia, los cristianos alcanzamos nuestra santificación cuando amamos como Jesús. No podemos amar de esa manera sin depender del Espíritu Santo para que nos dirija y nos guíe cada día.

Necesitamos al Espíritu Santo porque el mundo necesita ver a Jesús. El mundo necesita a Jesús porque Dios desea una creación totalmente transformada para Su presencia (Apocalipsis 21:22–23).

La santificación también pertenece a la obra de Jesús. Aunque las Asambleas de Dios no enseñan una doctrina de «entera santificación», todavía buscamos a Jesús tanto para el hecho como para la realización de nuestra santificación.

El papel del Espíritu Santo en el proceso de discipulado sigue centrado en la persona de Jesús, a través de quien tenemos todo lo que necesitamos para llegar a ser lo que Dios desea.

De niño, estaba rodeado de héroes contemporáneos de la fe que superaban grandes obstáculos para impulsar la obra del reino de Dios. Pero lo que más me impresionaba no era lo que habían hecho, sino quiénes eran y cómo me trataban.

Sentía que me acercaba cada vez más a Jesús al estar rodeado de personas maduras en su fe, especialmente en su amor.

Lo que llegué a comprender fue que todo lo que admiraba de estas personas tenía que ver con la manera en que reflejaban la imagen de Cristo.

Ellos no fueron héroes debido a sus logros. Más bien, eran santos por los logros de Cristo. ¡Así somos todos los que confiamos en Cristo!

 

Allen Tennison, Ph.D., sirve como consejero teológico del Concilio General de las Asambleas de Dios y preside su Comisión de Doctrinas y Prácticas.

 

Este artículo aparecerá en la edición de invierno de 2025 de la revista Influence.

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