Lo que creemos sobre la Encarnación
Una serie sobre las Declaración de verdades fundamentales de las AD
Me apasionan los misterios, tanto literarios como teológicos. Un misterio literario es una historia en la que se desconocen detalles importantes sobre un crimen u otros acontecimientos. A medida que avanza la narración, los personajes, y los lectores, trabajan para resolver el enigma.
Un misterio teológico es una verdad o enseñanza que no podemos dilucidar mediante la razón o la experiencia. Mientras que un misterio literario nos invita a encontrar una solución a través de la razón, un misterio teológico nos invita a confiar en una revelación divina que va más allá de la comprensión humana. El primero es un juego, mientras que el segundo es un don.
Los misterios teológicos nos recuerdan que las cosas de Dios son mucho más grandes de lo que podemos imaginar o apreciar plenamente.
La doctrina de la Encarnación es ese tipo de misterio. Las más grandes mentes humanas no habrían podido predecir la revelación de Dios en Cristo. Si la sabiduría humana hubiera podido preverlo, los gobernantes de la época «nunca habrían crucificado al Señor de gloria» (1 Corintios 2:8, rvr1960).
Dado que la revelación de Dios en Cristo sigue estando por encima de nuestra plena comprensión, la Iglesia ha elaborado un lenguaje para hablar de ella que respeta dicha revelación.
Para la iglesia primitiva, la doctrina de la Encarnación tenía todo que ver con la salvación. La humanidad y la deidad unidas en Jesús hicieron posible que los seres humanos entraran en la vida eterna de Dios.
Los líderes de la Iglesia se esforzaron por explicar la Encarnación de manera que el Evangelio no resultara imposible. Rechazaron las enseñanzas que negaban la deidad o la humanidad de Jesús (docetismo y adopcionismo, respectivamente) o disminuían la deidad o la humanidad de Jesús (arrianismo y apolinarismo, respectivamente).
Los líderes también consideraban herejía cualquier enseñanza que negara la unión de la deidad y la humanidad en la única persona de Jesús o las combinara inapropiadamente en una sola naturaleza (nestorianismo y monofisitismo, respectivamente).
Calificarlas de herejías no resolvió el misterio de la Encarnación, pero puso de relieve los límites de su enseñanza. No podemos hablar de Jesús de un modo que disminuya su naturaleza divina, su naturaleza humana o su personalidad unificada.
Durante casi dos milenios, el acuerdo generalizado sobre estos límites y las afirmaciones centrales de la Encarnación ayudaron a definir la ortodoxia cristiana.
Jesús y las verdades fundamentales
Las Asambleas de Dios siempre han afirmado la doctrina ortodoxa respecto a la persona de Jesús. Él es Dios encarnado. Sin embargo, desde el principio, los pentecostales han enfatizado más la obra de Jesús. Inicialmente, los pentecostales proclamaron un evangelio quíntuple de Jesús como Salvador, Santificador, Bautizador en el Espíritu Santo, Sanador Divino y el Rey que pronto vendrá. (Muchos de ellos pronto acortaron esto a un evangelio cuádruple, combinando la santificación con la salvación).
Cuando los fundadores de las Asambleas de Dios utilizaron el evangelio cuádruple para nombrar nuestras cuatro verdades cardinales (salvación, sanidad divina, bautismo en el Espíritu Santo y la Segunda Venida), estaban afirmando una cristología pentecostal.
Nuestra Declaración de verdades fundamentales (DVF) es completamente cristológica. Hay verdades fundamentales que destacan la deidad de Jesús (2-3), verdades que proceden del quíntuple evangelio (5; 7-9; 12-14) y verdades que hablan de Cristo (6; 10-11). Las verdades restantes también requieren una comprensión de Jesús para desarrollarse plenamente. En otras palabras, la Declaración de verdades fundamentales hace énfasis en Jesús.
Dada la importancia de Jesús para las Asambleas de Dios, podría sorprender que «La Deidad del Señor Jesucristo» no formara parte de la DVF durante casi cincuenta años. Una resolución adoptada durante el Concilio General de 1959 respaldó la adición de «algunas verdades ciertamente creídas entre nosotros pero que no están registradas en la presente Declaración de verdades fundamentales».
«La Deidad del Señor Jesucristo» fue la única verdad totalmente nueva incluida en la DVF revisada aprobada durante el Concilio General de 1961. Cuatro de los puntos enumerados en la verdad fundamental número tres eran marcas de identidad del protestantismo estadounidense teológicamente conservador: el nacimiento virginal, los milagros, la muerte vicaria y la resurrección de Jesús.
El desafío de la unicidad
La verdad fundamental número dos, «El único Dios verdadero», ya proclamaba la deidad de Jesús, pero no detallaba todos los fundamentos que se encuentran en el evangelicalismo mayor.
La declaración de la Asamblea General relativa a la Trinidad fue una respuesta al movimiento de la unicidad, que atribuía a Jesús más de lo que está bíblicamente justificado. Al creer que Jesús era el nombre revelado de la Trinidad, los pentecostales de la unicidad enseñaban que Jesús es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Para las Asambleas de Dios, afirmar la deidad de Jesús a la luz del pentecostalismo unitario, significaba afirmar la deidad del Padre y del Espíritu como distintos, iguales, y en unidad con Jesús.
En los párrafos (e) a (j) de la verdad fundamental número dos, la deidad de Jesús es el enfoque singular. Los títulos Señor Jesucristo, Emanuel, Hijo de Dios e Hijo del Hombre aclaran la singularidad del Hijo encarnado.
El apartado (h) defiende la preexistencia del Hijo de Dios, lo que corrige cualquier enseñanza que niegue la naturaleza eterna del Hijo o sugiera que Jesús se convirtió en Hijo a través de la Encarnación en vez de existir como tal antes de la Encarnación. La doctrina de la Encarnación declara que Dios se hizo humano, no que un humano se hizo Dios.
El significado de la exaltación de Cristo es el foco del párrafo (i), mientras que el párrafo (j) atribuye a Jesús todo el honor de Dios. No necesitamos que Jesús sea toda la Trinidad para honrarle como Dios, ni necesitamos reducir la Trinidad a Jesús para ser monoteístas. Jesús no es el Padre ni el Espíritu Santo, pero Jesús es el único Dios verdadero, junto con el Padre y el Espíritu Santo.
El desafío protestante liberal
Cuando las Asambleas de Dios volvieron a afirmar la deidad de Jesús en la verdad fundamental número tres, el mayor desafío provino del protestantismo liberal que se adhería más a la cultura que a las Escrituras o a la ortodoxia histórica.
«La Deidad del Señor Jesucristo» enumera seis puntos –incluidas cuatro doctrinas que el protestantismo conservador ya consideraba fundamentales– que ponen de relieve la singularidad de Jesús como Dios encarnado. Se trata del nacimiento virginal, la impecabilidad, los milagros, la muerte vicaria, la resurrección y la exaltación de Cristo.
Justificación bíblica
La deidad de Jesús se enseña en las Escrituras. El Evangelio de Juan comienza presentando a Jesús como el Verbo, o Logos, que «era Dios» desde el principio (Juan 1:1). Hacia el final de Juan, Tomás exclamó al Jesús resucitado: «¡Señor mío, y Dios mío!» (Juan 20:28).
Las declaraciones de Jesús de igualdad con el Padre fueron lo suficientemente claras en los Evangelios como para que algunos quisieran matarlo por blasfemo (Mateo 26:65-66; Juan 10:33).
En Filipenses 2:6 (nvi), el apóstol Pablo describió a Jesús «quien, siendo por naturaleza Dios». De hecho, Filipenses 2:5-11 puede haber sido un himno cristiano primitivo, lo que sugiere que los cristianos ya cantaban sobre la deidad de Jesús antes de que Pablo escribiera sus cartas.
Los seis puntos de la verdad fundamental número tres proceden de la enseñanza del Nuevo Testamento. Mateo y Lucas, los únicos Evangelios que narran el nacimiento de Jesús, incluyen el nacimiento virginal (Mateo 1:18-25; Lucas 1:34-35).
Varias epístolas destacan la impecabilidad de Jesús en relación con su muerte expiatoria por el pecado (2 Corintios 5:21; Hebreos 4:15; 7:26; 1 Juan 3:5). La perfección moral de Cristo hizo perfecto su sacrificio.
Jesús era conocido como hacedor de milagros a lo largo de los Evangelios y en los Hechos (Hechos 2:22; 10:37-38). El Evangelio de Juan, en particular, destaca siete milagros como prueba de la identidad de Jesús. En Juan, la resurrección de Lázaro (capítulo 11) fue la gota que colmó el vaso y condujo al complot para matar a Jesús.
AL saber que iba a morir, Jesús enseñó a sus seguidores a interpretar su muerte como el sacrificio que iniciaba una nueva alianza con Dios para el perdón de los pecados (Mateo 26:28; Lucas 22:20).
Pablo y otros escritores bíblicos señalaron la muerte de Jesús como el medio para reconciliar a los pecadores con Dios (Romanos 4:25; 1 Corintios 15:3; 2 Corintios 5:14-21; Hebreos 7:27; 10:12; 1 Juan 2:2).
De principio a fin, el Nuevo Testamento proclama la resurrección de Jesús de entre los muertos (por ejemplo, Mateo 28:5-7; Marcos 16:6; Lucas 24:5-7; Juan 20:11-14; Hechos 1:3; Romanos 1:4; 1 Corintios 15:17-19; 2 Corintios 5:15; Gálatas 1:1; 1 Pedro 1:3; Apocalipsis 1:18).
Esta resurrección no fue como otras en las Escrituras, en las que las personas volvían al tipo de vida que habían dejado, con las ropas de la tumba todavía atándolas (Juan 11:44). La resurrección de Jesús lo llevó más allá del reino de la muerte y por encima de las limitaciones de la existencia mortal (Lucas 24:36; Juan 20:19). Sin embargo, su cuerpo resucitado podía interactuar con nuestro mundo: cocinar y comer, por ejemplo (Lucas 24:43; Juan 21:9).
Lucas narró la ascensión de Jesús en Lucas 24:51 y Hechos 1:9, y varias epístolas se refieren a la exaltación de Jesús a la diestra de Dios (Romanos 8:34; Efesios 1:20; Colosenses 3:1; 1 Pedro 3:22).
El párrafo (i) la verdad fundamental número dos se centra en la exaltación de Jesús, y muestra que su ministerio no terminó con la ascensión, pues Jesús sigue trabajando a la derecha del Padre, enviando el Espíritu Santo a su pueblo.
Jesús reina hasta que haya vencido a todos los enemigos, momento en el que se someterá a Dios Padre «para que Dios sea todo en todos» (1 Corintios 15:24-28).
La deidad de Jesús
Por sí solos, cada uno de los seis puntos en la verdad fundamental número tres podría no ser suficiente para probar que Jesús es Dios, pero juntos apoyan su deidad.
Por ejemplo, el nacimiento virginal por sí solo no prueba que Jesús fuera divino, como tampoco la creación directa de Adán por parte de Dios hizo divino al primer hombre. El nacimiento virginal sí demuestra que Dios estuvo directamente involucrado en la concepción de Jesús y conecta bien con la preexistencia de Dios Hijo.
Del mismo modo, la vida sin pecado de Jesús encaja con la deidad de Jesús porque la vida sin pecado es un atributo de Dios.
Los Evangelios tratan los milagros de Jesús como señales que apuntan a su identidad. Por sí mismos, sin embargo, los milagros no prueban que Jesús sea algo más que un profeta de Dios (Mateo 16:14). Los milagros deben considerarse una prueba de la deidad de Jesús a la luz de sus propias declaraciones sobre su igualdad con Dios. Estos actos atestiguan que Jesús vino de Dios (Juan 9:33) y respaldan su afirmación de divinidad (Juan 8:58).
Nuestra Declaración
de verdades fundamentales es completamente cristológica.
La muerte expiatoria de Jesús está directamente relacionada con su encarnación. La crucifixión se encuentra en múltiples culturas, aunque algunos han observado que los romanos la perfeccionaron. El medio de ejecutar a Jesús no fue único. Lo que importa no es la cruz en sí, sino la identidad de Aquel que murió en ella y ofreció su vida a Dios «mediante el Espíritu eterno» (Hebreos 9:14). En la cruz, Dios experimentó la muerte para la salvación del mundo.
Muchos judíos creían que Dios vindicaría a los que habían sido asesinados injustamente resucitándolos al final de los tiempos. La resurrección de Jesús reivindicó su ministerio y su mensaje, incluida su afirmación de ser el Hijo de Dios. A la luz de sus declaraciones sobre su identidad, la resurrección de Jesús valida sus pretensiones de deidad.
No solemos prestar la misma atención a la exaltación de Jesús que a su muerte y resurrección. Sin embargo, deberíamos hacerlo, especialmente como pentecostales. Es desde la diestra del Padre desde donde Jesús envía el Espíritu Santo a la iglesia.
Pedro no solo trató las lenguas como evidencia del don del Espíritu Santo (Hechos 2:16-21), sino que también relacionó el bautismo en el Espíritu con la exaltación de Jesús (versículo 33).
Es desde la diestra del Padre desde donde Jesús envía el Espíritu Santo a la iglesia. Si los cristianos pueden recibir este don, ¡es que Jesús está en el trono!
La humanidad de Jesús
Jesús revela tanto su deidad como su humanidad a través de la Encarnación. En su concepción, ministerio y resurrección, Jesús nos muestra una vida humana dependiente del Espíritu de Dios. Él es nuestro ejemplo tanto para el presente como para el futuro (1 Corintios 11:1; 1 Pedro 2:21; 1 Juan 2:6).
Los milagros de Jesús demuestran el poder del Espíritu sobre su humanidad (Hechos 10:38). Jesús atribuyó su ministerio al Espíritu, advirtiendo que quienes se opusieran a esta verdad corrían el riesgo de blasfemar contra el Espíritu Santo (Mateo 12:32).
La iglesia del Nuevo Testamento realizó señales y prodigios de la misma manera que Jesús, por medio del mismo Espíritu (Hechos 2:22,43; 4:30; 5:12; 6:8; 14:3; 15:12).
Jesús, que vivió sin pecado, proporcionó el ejemplo de la humanidad incorrupta. La vida sin pecado es un atributo de Dios, pero eso no significa que la pecaminosidad sea esencial para ser humano. El pecado, una corrupción de nuestra humanidad, no formaba parte de nuestra constitución original. Jesús nos salva de nuestros pecados, no de nuestra humanidad.
Como Jesús fue tentado de la misma manera que nosotros, puede compadecerse de nuestra debilidad (Hebreos 4:15). Por su sumisión obediente al Padre, «vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Hebreos 5:8-9).
Jesús dio un ejemplo de fidelidad incluso en su muerte. No invocó legiones de ángeles en su defensa (Mateo 26:53). Al fin y al cabo, Jesús es un Salvador capaz de hacer justicia sin aplastar la caña más débil (Mateo 12:20, ntv).
Hebreos 12:1-3 nos anima a fijar la mirada en Jesús en medio de nuestras propias luchas. Y 1 Pedro 2:21-23 nos llama a seguir el ejemplo de Cristo en nuestro sufrimiento. Fue Dios quien vindicó a Jesús en su resurrección, demostrando la victoria que espera a todos los que confían en Él.
La resurrección de Jesús debe entenderse a la luz tanto de su humanidad como de su deidad. El destino humano se revela en Jesús como la «primicia» de aquellos a quienes Dios resucitará (1 Corintios 15:20). En Romanos 8:11, Pablo subraya que el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos actúa en los creyentes por lo que podemos esperar la misma resurrección. La resurrección del cuerpo es una promesa –y el Espíritu Santo es una garantía de esa promesa– para todos los que confían en Jesús.
En su exaltación a la diestra de Dios, Jesús no regresó simplemente al cielo como Dios. Ocupa su lugar a la diestra de Dios como un ser humano resucitado (Hechos 2:33) porque la Encarnación continúa.
La humanidad, hecha a imagen de Dios, fue llamada a reinar sobre la creación (Génesis 1:26-29). Jesús reina sobre la creación, sometiendo todas las cosas a la autoridad de Dios (1 Corintios 15:24-28; Filipenses 2:10-11; Hebreos 1:13). Si Jesús está en el trono, se está cumpliendo el destino de la humanidad como imagen de Dios.
Implicaciones para los pastores
La doctrina de la Encarnación dice algo más que Jesús es Dios. También está declarando que Dios se hizo humano y, al hacerlo, se convirtió en el puente por el que la humanidad podía entrar plenamente en la vida de Dios. La Encarnación es la revelación de Dios, la humanidad y la salvación.
En su divinidad, Jesús revela a un Dios que está con nosotros y para nosotros (Mateo 1:23; Romanos 8:31). En su humanidad, Jesús ejemplifica una vida humana en plena obediencia y dependencia de Dios (Hebreos 12:2). Como Salvador, Jesús demuestra el amor de Dios mediante la entrega de sí mismo (1 Juan 4:10) y proporciona el modelo del destino humano. Jesús es la salvación.
Desentrañar la doctrina de la Encarnación conduce a toda la teología cristiana. Sin esta comprensión de Dios en Cristo, no hay culminación neotestamentaria del Antiguo Testamento que incluya un futuro para todos los pueblos, ni sacrificio final por los pecados del mundo, ni pruebas concretas de nuestra esperanza después de la muerte, ni la venida del reino de Dios, ni la comunidad reunida en Cristo.
Sin la Encarnación, no hay iglesia que pastorear ni mensaje que predicar. Esta doctrina es el fundamento a todo lo que hacemos como ministros del Evangelio. Todo nuestro llamado es su aplicación.
El apóstol Pablo invocó la Encarnación como fundamento de la cultura de la iglesia, al escribir: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios…» (Filipenses 2:5-6).
El misterio de la Encarnación debe modelar nuestro ministerio pastoral, también en los tres ámbitos siguientes.
1. Al dirigir la adoración. La adoración es una invitación a Dios. Individualmente, la adoración implica no solo las oraciones, sino todo lo que pertenece a Dios, incluidos el corazón, el alma, la mente y las fuerzas (Lucas 10:27). Corporalmente, la adoración se refiere a todo lo que hacemos cuando nos reunimos como creyentes (1 Corintios 14:26).
Como pastores, una de nuestras principales responsabilidades es supervisar el culto. No importa si sabemos cantar o tocar un instrumento musical, ya que la música es solo una parte del culto corporativo. Guiamos a nuestras comunidades en el culto Al cantar juntos, orar juntos, escuchar juntos, compartir juntos, partir juntos el pan, etc. (Hechos 2:42).
Porque Jesús es Dios, es digno de adoración (Apocalipsis 5:12). La iglesia primitiva, reconociendo la deidad de Jesús, oraba y le cantaba himnos.
La adoración a la luz de la Encarnación es también una invitación al Evangelio. Cuando adoramos a Jesús a través de canciones, oraciones o sermones, comunicamos quién es Jesús y lo que Jesús ha hecho por nosotros. Nuestra adoración dirige a la gente hacia Jesús.
Además, el culto a la luz de la Encarnación es una invitación al discipulado. A medida que adoramos a Jesús por lo que Él es, nos parecemos más a Él, porque el centro de nuestra adoración determina nuestro desarrollo. Al final reflejamos lo que adoramos.
Debemos asegurarnos de que nuestro culto en la iglesia –incluyendo nuestras canciones, oraciones y sermones– apunta a Jesús. Una buena adoración refleja una buena teología. Si solo apunta a un Dios genérico, nuestro culto será genérico. Si adoramos a Dios como se reveló a través de la Encarnación, nuestro culto será cristiano.
Nuestro trabajo consiste en velar que nuestro culto siga siendo explícitamente cristiano, al hablar explícitamente de Jesús.
2. Al enseñar discipulado. Por la Encarnación, Jesús se humilló hasta la muerte de cruz (Filipenses 2:8).
Del mismo modo, los cristianos debemos tomar nuestra cruz al seguirlo (Lucas 9:23). Esto significa que estamos dispuestos a soportar cualquier cosa que suceda como consecuencia de obedecer a Jesús.
Como descubrió Pedro, saber quién es Jesús debe incluir una comprensión de su misión (Mateo 16:16-26). Seguir al Señor encarnado a veces significa sufrir.
La iglesia debe predicar tanto la victoria como el sacrificio, la bendición y la obediencia. Si pasamos por alto el llamamiento a ser discípulos que llevan la cruz, no estamos transmitiendo el mensaje completo de Cristo.
Muchos cristianos viven hoy sin sentido del sacrificio. Olvidan que Jesús les llama a la cruz, no a la comodidad.
Algunos líderes eclesiásticos están más interesados en buscar el poder político que en seguir a Jesús. Un mensaje de dominación cultural en vez de un discipulado cruciforme está lejos del evangelio.
Como pastores, debemos guiar a la gente «a Jesucristo, y a este crucificado» (1 Corintios 2:2). Eso incluye ayudar a los cristianos en su lucha por tomar sus cruces.
Algunos asistentes a la iglesia prefieren tener razón a ser humildes, ganar discusiones a mostrar amabilidad, ser validados a ser testigos. Es difícil guiar a personas más preocupadas por sus derechos que por las necesidades de los demás. Por eso es tan importante que enseñemos a vivir con sacrificio como forma de seguir a Jesús.
La buena noticia es que Jesús murió en la cruz por nuestros pecados y resucitó de la tumba. Estamos unidos a Cristo tanto en su muerte como en su resurrección (Romanos 6:5). Por tanto, nuestra vida debe reflejar tanto la humildad de la cruz como la esperanza de la resurrección. Asumimos la primera y vivimos hacia la segunda.
3. Al modelar la dependencia del Espíritu Santo. El ejemplo de Jesús muestra nuestra necesidad de una vida fortalecida por el Espíritu Santo y sometida a Él. El Espíritu actuó en la concepción, el ministerio y la resurrección de Cristo. No podemos explicar la Encarnación sin destacar la obra del Espíritu Santo. El Espíritu es esencial en el relato evangélico.
Jesús nos llamó a depender del Espíritu (Mateo 10:20; Juan 14:26; Hechos 1:8). Por medio del Espíritu, experimentamos un nuevo nacimiento (Juan 3:5); desarrollamos un carácter semejante al de Cristo (Gálatas 5:22-23); recibimos poder para el ministerio (Hechos 1:8; 1 Corintios 12:7); y anticipamos nuestra propia resurrección (Romanos 8:11).
Los pastores tienen la responsabilidad de demostrar su dependencia del Espíritu Santo. Es bueno aprovechar los recursos, como libros, seminarios y tecnología, pero nada puede reemplazar el poder del Espíritu en nuestra vida y ministerio.
La actividad del Espíritu debe impregnar todos los aspectos de nuestro liderazgo, desde nuestras prioridades hasta nuestras prácticas. Los feligreses deben ver la atención que prestamos a la oración, al discernimiento de la voluntad de Dios y a dar un paso adelante en la fe. Deben saber que el fundamento de nuestro ministerio no es nuestro talento, título, carisma o educación, sino el Espíritu de Dios (Zacarías 4:6).
Jesús es el Hijo y la imagen de Dios, el adhesivo de la creación, la cabeza de la iglesia y el primero de la resurrección «por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud» (Colosenses 1:15-19). Así como la actitud de Cristo fue de humildad y obediencia (Filipenses 2:5-11), nuestra actitud como líderes debe reflejar humildad y obediencia. No podemos esperar que en la congregación se sirvan unos a otros si no reflejamos el camino de Jesús.
Pastoreamos bajo la autoridad de Jesús, en sumisión al Espíritu Santo. En nuestra dependencia del Espíritu, damos ejemplo a los demás y seguimos el ejemplo de nuestro Señor encarnado.
Allen Tennison es profesor de teología y decano del College of Church Leadership de North Central University de Minneapolis. Preside la Comisión de Doctrinas y Prácticas de la AD.
Este artículo aparece en la primavera 2023 de la revista Influence.
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